“En el profeta, hay una extraña rebelión
contra la falta de seriedad de Dios”.
Nadie está por venir.
Habrá que despojarse incluso
de la palabra que desabriga
–que ni siquiera acosa–.
En últimas, cesar de vagar;
sentir, para por fin acabar,
una mayor soledad,
y otra espera sin término,
sin ahora, ni hogar.
Sólo así devienes alguien.
En la alianza,
no concede descanso Dios,
y te despoja de cualquier amor.
Sólo así te conviertes en alguien más,
en la ambigüedad de tus dolores,
sin que jamás reciban atención.
Mientras nos divierten los artistas
y se ganan nuestro corazón,
a destruir y a denigrar de su pueblo,
obliga Dios al profeta.
¿Para qué anticiparse y predecir
cuando se agota la vida?
Si aún estuvieras mañana,
tendrías que discutir hasta con Dios,
cuidarte de que te mienta
o que creas oír más que tus quejas.
Si aún estas o escuchas una respuesta
–en tu vejez será–, admite tu soberbia
y ahoga tus desdichas y tu contento.
¿Para qué un encuentro y renegar ante Dios,
todavía joven o a punto de morir,
si no están acordes sus designios
con aquello que hubieras querido?
Aunque estés para algo bueno,
y a servir al afligido te dediques,
engendra violencia toda declaración abrupta.
A destruir y a denigrar obliga Dios a su pueblo.
[1]
Maurice Blanchot. La palabra profética. En: El libro por venir. Trad. Cristina
de Peretti y Emillio Velasco. Madrid: Trotta, 2005. P. 109.